EL DIABLO ESPERA EN EVANGELISTAS, a quienes gustan de las historias de faros, acá les dejo un gran relato del autor, la historia nace de la realidad de aquellos años, hablo de la década de 1970, donde lo normal era recibir a lo menos un golpe durante los reabastecimientos de los faros habitados, Evangelistas era el más difícil ya que quedaba ubicado en la parte oceánica de la boca Occidental del Estrecho de Magallanes, gracias Jorge por compartir esta historia de vida.
EL DIABLO ESPERA EN
EVANGELISTAS
Autor: Jorge Lee Mira
“Prométeme que no te lo vas a sacar nunca”, “Prométeme que lo vas a usar siempre”, su pedido era cariñoso, coqueto, lleno de un encanto que invadió toda la pequeña salita de la casa cerca del Cerro de la Cruz. Su respuesta fue rápida, valiente y casi temeraria, “Ni el diablo se atrevería a sacármelo!!!!”, todos rieron y festejaron la espontánea respuesta del recién casado, brindis por los novios, brindis por la felicidad, brindis por Punta Arenas, brindis por el próximo zarpe y que regreses bien y pronto, más brindis. La ceremonia había sido simple y sencilla, las dos familias, algunos amigos y la funcionaria del Registro Civil qué si no es porque se hubiese despedido, nadie se habría acordado de ella después de pedirle los anillos al novio.
Cárcamo bajó hasta la Plaza y tomó la calle Roca iluminada con sus
faroles amarillentos, que alargaban su silueta cuando dejaba atrás a cada uno
de ellos, el enorme reloj de la joyería que emergía de los muros a la calle
cómo un mascarón de proa luminoso, mostraba que recién eran las seis de la tarde
y la obscuridad ya estaba sobre la ciudad. Era una noche sin luna y caminar en
estos días fríos era agradable, más aun cuando conservaba todavía el calor de
la casa y de esa sonrisa cuando le ponía el anillo a su novia de años. Sonrió
cuando se acordó de su promesa.
Con la bolsa de embarque al hombro, el cuello subido del chaquetón y
esquivando los planchones de hielo, se dirigió al muelle para cumplir con la
hora dispuesta para el zarpe. La tranquilidad del puerto, sin viento de ninguna
dirección, los focos con su chorro inmóvil de luz glacial, el perro negro del
guardia del puerto hecho un ovillo, donde no era posible saber donde estaba su
cola o su cabeza, todo hacía presumir que el zarpe y la navegación al Faro
Evangelistas sería de quietud, por lo menos al principio, porque en esos
islotes de roca perdidos en el Pacífico indicando la entrada a la boca
occidental de Estrecho de Magallanes, nunca se sabe el próximo estado de ánimo
de los vientos.
Las bromas no se hicieron esperar para cuando llegó a bordo del
Patrullero, que ya estaba con toda la carga estibada en todas partes donde
hubiese un espacio, incluyendo los corderos que ocupaban un pequeño corral
improvisado en toldilla. Era habitual que las ceremonias de bautizo, nacimiento
o matrimonio, cómo le ocurría ahora a Cárcamo, coincidieran con navegaciones de
aprovisionamiento de faros, salvatajes de emergencia o faenas de transporte de
ganado a las islas. A bordo reinaba un ambiente grato y de buen ánimo, si bien
era una comisión con track conocido y maniobras sabidas y ejecutadas muchas
veces, las faenas en Evangelistas nunca eran iguales unas con otras, nunca se
repetían, nunca se podrían contar las mismas historias, nunca se sabía que
ocurriría en cortos espacios de tiempo.
La navegación en esa noche apacible fue agradable, el amanecer
sorprendió al Patrullero entre las islas e islotes en dirección al Norweste,
los avisos meteorológicos pronosticaban clima favorable, vientos frescos del
Surweste, la aguja del barómetro estaba quieta, el higrómetro indicaba humedad
normal para la zona, por lo que las condiciones estaban aparentemente de parte
del Patrullero para efectuar el cambio de dotación del Faro Evangelistas, que
ya cumplía poco más de cuatro meses en ese antiguo faro de cerca de cien años,
marcando la entrada occidental del estrecho con su figura rojiblanca y su
potente ojo luminoso, que alertaba a los navegantes de la existencia de ese
puñado de rocas dispersas bañadas permanentemente por la furia del océano que
fue llamado Pacífico. La tripulación completa estaba asombrada porque nunca
habían visto esas condiciones en Evangelistas, las olas mansas de un azul
cobalto profundo, los albatros y los petreles siguiendo la estela del
Patrullero, la velocidad del viento baja, los Fareros que repitieron optimistas
el informe meteorológico, las nubes que se avistaban lejanas por el Norte, pero
grandes y grises. Era para llamarlo Pacífico.
El acercamiento se hizo por el canalizo siguiendo las instrucciones del derrotero y la carta náutica, se dieron las instrucciones de arriar la ballenera de ocho remos y embarcar los bultos, paquetes y cajas, la dotación de la ballenera tomó sus posiciones. Cárcamo por la experiencia y buen dominio era el patrón de la embarcación desde hace ya más de un año, así es que aprovechando la tan sorprendente quietud, los hombres tomaron los remos y en una sincronía náutica se fueron alejando en dirección a la roca para ubicarse paralelo a la red de desembarco que colgaba pegada al paredón de piedra. El primero en saltar fue el Sargento futuro Jefe del faro, quien fue recibido por sus compañeros con alegría y con bromas por haber “traído” el buen tiempo. La técnica era contar las olas, esperar la adecuada y saltar a la red de cuerdas para subir rápidamente cual gato en cuatro patas, antes de que la embarcación volviese a subir y golpeara a quien había saltado. La descarga de las provisiones se hizo mediante un pescante que era operado desde lo alto de la roca a través de un cable con un gancho que había que hacer coincidir con el movimiento de la ballenera para enganchar la próxima carga. Todo resultaba rápido, pese a las dificultades naturales del lugar.
El recambio de la nueva dotación del Faro ya se había efectuado y sólo
quedaba un viaje más para terminar la faena, llevar los últimos tambores de
combustible, los fardos de pasto y los corderos que asegurarían a la nueva
dotación un período de carne fresca. Los animales estaban amarrados con la
cuatro patas juntas para evitar sorpresas, así que con el gancho era fácil
subirlos. La temperatura bajó bruscamente, los albatros ya no se veían, los
petreles buscaron refugio en las islas distantes, la aguja del barómetro
comenzó a caer rápidamente, la nubes lejanas aprovecharon el aumento de la
velocidad del viento y ya estaban encima de la enorme roca, las olas se
crisparon y se azotaban con furia en los cortes a pique desde donde colgaba la
red, el cielo se obscureció. Cárcamo maniobraba con pericia y precisión, sin
embargo un golpe de mar azotó la proa de la ballenera contra la roca, por el
golpe los tambores cortaron las amarras y saltaron bruscamente, el golpe de la
ola había arrojado a todos los hombres al fondo de la embarcación, los corderos
cayeron entre las olas sin poder agarrarlos a tiempo, la desesperación por
volver a tomar el control, conseguir separarse de las rocas, esquivar el gancho
que sostenía dos tambores cual péndulo mortal sobre sus cabezas, era toda una
terrible situación que hacía media hora atrás era imposible de predecir.
El patrón Cárcamo sintió un fuerte golpe en su mano, más el frío, el
temor y la tensión superaron el dolor, logró recuperar la bayona, el remo que
hace de timón, gritó instrucciones, se empujaron salvajemente con los remos de
la roca y lograron salir de ese infierno de rompientes, los corderos ya no se
veían. El frío se acentuaba en esos cuerpos mojados y golpeados, estaban todos,
no faltaba nadie, aferrados a los remos y Cárcamo al timón, todos daban todo de
sí para lograr acercarse al patrullero que se mantenía con las máquinas en
marcha, pero sin poder acercarse al roquerío por las condiciones de mar. En esa
furia desatada, el contramaestre y el resto de la dotación lograron desembarcar
a los hombres de la ballenera e izarla a bordo del Patrullero.
La furia del viento casi igualaba a la de Cárcamo quien, en un estado de
pérdida de razón y sensatez, viendo su guante ensangrentado se lo retiró de la
mano con fuerza y rabia arrojándolo al mar en un acto de incomprensible ira.
Sólo cuando sintió una fuerte punzada en su mano izquierda y la levantó
para buscar la razón de tal dolor, pudo darse cuenta que sólo tenía cuatro
dedos. Ya no habría promesa que cumplir. El diablo debe haber sonreído.
Los fareros viejos dicen que: “Algunas noches en Evangelistas se
escuchan las cadenas que el diablo mueve en las profundidades donde lo
encadenaron”.
Muy buen relato amigo. Ese golpe de agua y el diablo que mueve los invisibles hilos que acunan el miedo y late en el corazón de los guardianes.
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