La Mujer del Farero, es una historia que muestra a nuestras compañeras que nos acompañan en todo lugar y a toda prueba, otro relato de la vida real que nos comparte el autor, así es la mujer del farero.
LA MUJER DEL FARERO
Autor: Jorge Lee Mira
Afuera llovía intensamente. El largo grito desgarrador lleno de espanto
rebotó por las gruesas paredes del añoso faro, aumentado quizás por el eco que
provocaba el espacio interior de la solitaria construcción erigida en un islote
perdido en los canales australes. La noche era obscura y su negro manto sólo
era rasgado por la luz azul/violeta de los rayos que caían sin pausa en esas
profundas soledades de laberintos de roca y hielo, cada relámpago permitía
fugazmente ver la silueta siniestra de los árboles torcidos en dirección del
viento.
El farero Albarrán había estado todo el día anterior en la sala de radio
tratando de manera angustiosa de comunicarse con un pesquero que había emitido
en la madrugada una llamada de emergencia. Las luces intermitentes de los
equipos de radio y el permanente ruido de la estática con ese chicharreo
enervante que se produce al cambiar de frecuencia, cómo un arrastrar de cadenas
mohosas sobre la cubierta de un buque náufrago, era lo único que llenaba ese
espacio de paredes cubiertas por cuadros de señales, cartas náuticas,
fotografías explicativas de nubes, un librero con derroteros de la zona y un
banderín viejo y desteñido del Naval de Talcahuano.
Para Albarrán, esta sería su ultima destinación a un faro, ya estaba próximo a cumplir un año en aquel islote y sentía en su grueso cuerpo el pasar de casi treinta años en la Marina de los cuales ya no sabía de cuantos había pasado sirviendo en los faros, se había dado cuenta que ahora le gustaba el aislamiento en lugares perdidos sobretodo si eran faros en que podía estar con familia, Albarrán se casó viejo con una buena mujer, no tenían hijos, la conoció en el funeral de la madre de ella en Dalcahue cuando el se encontraba en comisión de mantenimiento de faros. La figura vestida de negro de esta mujer alta, delgada con un rostro muy blanco y de grandes ojos obscuros le llamó la atención, era cómo si representase la soledad misma en forma humana, tal vez el cuidado que ella le brindó durante toda su vida a su madre en esa vida de mujeres solas mientras vivían en una de las Islas del grupo de las Mechuque en Chiloé fue lo que la impregnó de esa aura magnética que hizo que el Farero corpulento, moreno de cara redonda y gruesos bigotes que recordaba a una gran foca, quedara cómo petrificado y consiguiese a punta de requiebres románticos la unión de esas dos soledades.
Durante los días de tormenta a ella le gustaba verlo trabajar en la sala
de radio, sentado en ese piso redondo giratorio que crujía cada vez que el se
movía o cuando maldecía brutalmente al perder una señal o cuando daba noticias
meteorológicas exactas a los navegantes que se atrevían a cruzar por esa zona
intrincada de canales que a ella le recordaban su entrañable Chiloé. Ese día, Albarrán
sólo tomo tazones de café que le llevaba cariñosamente, no probó el plato de
lentejas, lo cual era muy extraño en el, sin embargo, Mercedes pudo entender la
situación angustiante en la cual se encontraba su esposo, lo veía nerviosamente
consultar la carta náutica y tratar de dar con la ubicación en que
supuestamente se encontraba el pesquero que hizo la llamada de emergencia.
Entre las islas y en medio del temporal no había ninguna diferencia
entre la noche y el día, el amanecer casi no se percibía en aquella madrugada
en que las olas golpeaban violentamente a la goleta de pescadores, el viento a
rachas les hizo perder el mástil donde estaba la antena de radio y sólo sabían
que estaban cerca del Faro porque cada ciertos segundos que eran tan largos cómo
su brazo luminoso, veían aparecer esa luz que los guiaría y podrían fondear en
un lugar seguro, sin embargo se encontraban muy lejos de medio canal y las
rocas puntiagudas bañadas de blanco por la espuma se confundían con la cresta
de las olas. El estruendo del golpe fue corto, sólo seguido por el crujir y
quebrazón de tablas y por las ordenes gritadas del Capitán, los cuatro
tripulantes soltaron las amarras de la balsa salvavidas que ya tenían sobre
cubierta y agarrados con todas sus fuerzas a esa esperanza de vida saltaron a
un mar negro, embravecido y brutal.
Remaron con desesperación hacia la costa o lo que podían percibir que
era costa y así poder ganarla y llegar cómo pudieran al faro para pedir ayuda.
Lucharon tenazmente durante esa mañana contra las olas que empujaban con fuerza
la balsa hacia las rocas, logrando mantenerse libres de las rompientes y así
alcanzar el grupo de islotes en que estaba levantado el faro, el cual cada
cierto tiempo se les perdía debido al enjambre rocoso o a la altura que tomaba
la marejada. Ya desfallecientes, los cuatro pescadores consiguieron desembarcar
en una saliente que les dio la protección suficiente para saltar y agarrarse
cómo pudiesen de los sargazos y poder empezar el camino a su salvación,
caminaron durante todo el resto del día hasta que anocheció entre rocas filosas
y huiros resbalosos bordeando la isla hasta encontrar un lugar seguro donde
empezar a subir la empinada roca en dirección al faro.
Tenían las ropas desgarradas por los golpes sobre las rocas y las manos
sangrientas en la desesperación de asirse a salientes cortantes, cada vez que
podían pasaban sus manos por sus rostros barbudos para despejarse el agua que
les corría desde los pelos mojados, dejándoles marcas de sangre y barro que
desfiguraban sus facciones humanas. Todo esto los hacía parecer a feroces
fantasmas empapados que caminaban torpemente en esa obscuridad iluminada a
veces por los relámpagos que florecían en ese temporal.
En la intimidad del faro, Mercedes tomó los tazones de café junto con
algunos otros platos usados y decidió llevarlos a la amplia cocina para
lavarlos, dejar todo ordenado y dar así término a un día más de ser la mujer de
un farero en un remoto islote de los canales patagónicos. La cocina era muy
amplia y de un color verde nilo desteñido, que más que cocina parecía un retén
policial de pueblo, la única lámpara del lugar colgaba de manera floja de un
cable desde lo alto del techo hasta terminar en un plato metálico redondo de
color blanco, lo único que podría darle un carácter más de hogar era una
ventana pequeña que se ubicaba frente y sobre el lavaplatos atestado de ollas y
sartenes por lavar, el resplandor de los relámpagos en el exterior golpeaban
los gruesos vidrios por los que se escurrían diagonal y velozmente las gotas de
la lluvia incesante.
Los largos dedos de Mercedes tomaron un plato y comenzaron a fregarlo de
manera desganada, sin apuro, sin presión, casi de manera inconsciente,
mecánica, afuera un relámpago muy cercano iluminó toda la cocina a través de la
pequeña ventana, se sobresaltó y levantó la cabeza para ver el resplandor
eléctrico y fue en ese preciso momento en que a través de los vidrios
chorreantes de agua pudo ver dos rostros aterradores, obscuros, con cicatrices
rojizas y mechones de pelo sobre sus frentes, que la miraban fijamente y sin
ninguna apariencia humana. Su cuerpo se congeló en un instante, sus manos se
alzaron a su cabeza dejando caer el plato que se rompió en muchos pedazos, su
rostro adquirió la más terrible de las muecas y desde lo más hondo de su cuerpo
subiendo por la garganta emitió el más salvaje y animal de los gritos, cayendo
grotescamente al suelo de piedra rodeada de restos del plato roto.
Los pelos de todo el macizo cuerpo de Albarrán, se erizaron y no pudo
continuar llamando por radio al pesquero siniestrado, soltó lejos el micrófono
de la radio y corrió pesadamente a la cocina para ver a su mujer. Encontró el
largo y delgado cuerpo sobre el piso, su rostro con una palidez de cera y en
las cercanías no había nada que le indicase las razones de tan espeluznante
grito. Le levantó suavemente su cabeza y pudo ver que estaba recuperando la
consciencia, abría aun más sus grandes ojos obscuros y sólo balbuceaba “allí
estaban, allí estaban”, indicando la pequeña ventana de la cocina que seguía
iluminándose con la luz relampagueante de los rayos. Los golpes seguidos que se
escucharon a continuación en la gruesa y vetusta puerta del faro, retumbaron en
el acceso y no consiguieron que Albarrán pudiese darse cuenta de esa realidad,
aun sostenía la cabeza de su mujer en sus brazos y trataba de forma infructuosa
de hacer coincidir ese tiempo, ese espacio con unos golpes secos y furiosos que
llegaban lejanos a su entendimiento. Afuera, los cuatro hombres casi
irreconocibles cómo tales, se agrupaban a la enorme puerta y continuaban
golpeando, ignorantes del cuadro que se desarrollaba al interior del faro de su
salvación.
Los gritos roncos de auxilio volvieron al viejo farero a la realidad y
con voz atragantada dirigiéndose a su mujer soltó bruscamente: “Son ellos, son
ellos”, a lo que la mujer temblando de terror le pedía que no la dejara, que
volverían, Albarrán la tomo en brazos, la llevó a la sala de radio y le pidió
que lo esperara porque posiblemente eran unos pescadores pidiendo ayuda. Al
abrir la pesada puerta y cuando el chorro de luz interior golpeó sobre los
náufragos amontonados en el umbral, encontró a cuatro hombres golpeados por la
naturaleza, desencajados sus rostros de cansancio y temor, empapados, sucios,
con sus ropas raídas y con sus salvavidas color naranja colgándoles del cuello,
era una escena de terror.
Después de avisar a la Gobernación Marítima del rescate de los
pescadores de que se encontraban a salvo, darles cobijo, ropas secas y escuchar
sus relatos, el ambiente tomó la pasividad y tranquilidad habitual de un faro.
Los cinco hombres rudos y la mujer del farero estaban sentados a la mesa
iluminados por una tenue luz de una lámpara que los cubría mientras comían las
lentejas del día. Afuera llovía intensamente.
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