domingo, 29 de noviembre de 2020

 

La Mujer del Farero, es una historia que muestra a nuestras compañeras que nos acompañan en todo lugar y a toda prueba, otro relato de la vida real que nos comparte el autor, así es la mujer del farero. 



LA MUJER DEL FARERO

Autor: Jorge Lee Mira

 

 

Afuera llovía intensamente. El largo grito desgarrador lleno de espanto rebotó por las gruesas paredes del añoso faro, aumentado quizás por el eco que provocaba el espacio interior de la solitaria construcción erigida en un islote perdido en los canales australes. La noche era obscura y su negro manto sólo era rasgado por la luz azul/violeta de los rayos que caían sin pausa en esas profundas soledades de laberintos de roca y hielo, cada relámpago permitía fugazmente ver la silueta siniestra de los árboles torcidos en dirección del viento.

El farero Albarrán había estado todo el día anterior en la sala de radio tratando de manera angustiosa de comunicarse con un pesquero que había emitido en la madrugada una llamada de emergencia. Las luces intermitentes de los equipos de radio y el permanente ruido de la estática con ese chicharreo enervante que se produce al cambiar de frecuencia, cómo un arrastrar de cadenas mohosas sobre la cubierta de un buque náufrago, era lo único que llenaba ese espacio de paredes cubiertas por cuadros de señales, cartas náuticas, fotografías explicativas de nubes, un librero con derroteros de la zona y un banderín viejo y desteñido del Naval de Talcahuano.



Para Albarrán, esta sería su ultima destinación a un faro, ya estaba próximo a cumplir un año en aquel islote y sentía en su grueso cuerpo el pasar de casi treinta años en la Marina de los cuales ya no sabía de cuantos había pasado sirviendo en los faros, se había dado cuenta que ahora le gustaba el aislamiento en lugares perdidos sobretodo si eran faros en que podía estar con familia, Albarrán se casó viejo con una buena mujer, no tenían hijos, la conoció en el funeral de la madre de ella en Dalcahue cuando el se encontraba en comisión de mantenimiento de faros. La figura vestida de negro de esta mujer alta, delgada con un rostro muy blanco y de grandes ojos obscuros le llamó la atención, era cómo si representase la soledad misma en forma humana, tal vez el cuidado que ella le brindó durante toda su vida a su madre en esa vida de mujeres solas mientras vivían en una de las Islas del grupo de las Mechuque en Chiloé fue lo que la impregnó de esa aura magnética que hizo que el Farero corpulento, moreno de cara redonda y gruesos bigotes que recordaba a una gran foca, quedara cómo petrificado y consiguiese a punta de requiebres románticos la unión de esas dos soledades.

Durante los días de tormenta a ella le gustaba verlo trabajar en la sala de radio, sentado en ese piso redondo giratorio que crujía cada vez que el se movía o cuando maldecía brutalmente al perder una señal o cuando daba noticias meteorológicas exactas a los navegantes que se atrevían a cruzar por esa zona intrincada de canales que a ella le recordaban su entrañable Chiloé. Ese día, Albarrán sólo tomo tazones de café que le llevaba cariñosamente, no probó el plato de lentejas, lo cual era muy extraño en el, sin embargo, Mercedes pudo entender la situación angustiante en la cual se encontraba su esposo, lo veía nerviosamente consultar la carta náutica y tratar de dar con la ubicación en que supuestamente se encontraba el pesquero que hizo la llamada de emergencia.

Entre las islas y en medio del temporal no había ninguna diferencia entre la noche y el día, el amanecer casi no se percibía en aquella madrugada en que las olas golpeaban violentamente a la goleta de pescadores, el viento a rachas les hizo perder el mástil donde estaba la antena de radio y sólo sabían que estaban cerca del Faro porque cada ciertos segundos que eran tan largos cómo su brazo luminoso, veían aparecer esa luz que los guiaría y podrían fondear en un lugar seguro, sin embargo se encontraban muy lejos de medio canal y las rocas puntiagudas bañadas de blanco por la espuma se confundían con la cresta de las olas. El estruendo del golpe fue corto, sólo seguido por el crujir y quebrazón de tablas y por las ordenes gritadas del Capitán, los cuatro tripulantes soltaron las amarras de la balsa salvavidas que ya tenían sobre cubierta y agarrados con todas sus fuerzas a esa esperanza de vida saltaron a un mar negro, embravecido y brutal.

Remaron con desesperación hacia la costa o lo que podían percibir que era costa y así poder ganarla y llegar cómo pudieran al faro para pedir ayuda. Lucharon tenazmente durante esa mañana contra las olas que empujaban con fuerza la balsa hacia las rocas, logrando mantenerse libres de las rompientes y así alcanzar el grupo de islotes en que estaba levantado el faro, el cual cada cierto tiempo se les perdía debido al enjambre rocoso o a la altura que tomaba la marejada. Ya desfallecientes, los cuatro pescadores consiguieron desembarcar en una saliente que les dio la protección suficiente para saltar y agarrarse cómo pudiesen de los sargazos y poder empezar el camino a su salvación, caminaron durante todo el resto del día hasta que anocheció entre rocas filosas y huiros resbalosos bordeando la isla hasta encontrar un lugar seguro donde empezar a subir la empinada roca en dirección al faro.

Tenían las ropas desgarradas por los golpes sobre las rocas y las manos sangrientas en la desesperación de asirse a salientes cortantes, cada vez que podían pasaban sus manos por sus rostros barbudos para despejarse el agua que les corría desde los pelos mojados, dejándoles marcas de sangre y barro que desfiguraban sus facciones humanas. Todo esto los hacía parecer a feroces fantasmas empapados que caminaban torpemente en esa obscuridad iluminada a veces por los relámpagos que florecían en ese temporal.

En la intimidad del faro, Mercedes tomó los tazones de café junto con algunos otros platos usados y decidió llevarlos a la amplia cocina para lavarlos, dejar todo ordenado y dar así término a un día más de ser la mujer de un farero en un remoto islote de los canales patagónicos. La cocina era muy amplia y de un color verde nilo desteñido, que más que cocina parecía un retén policial de pueblo, la única lámpara del lugar colgaba de manera floja de un cable desde lo alto del techo hasta terminar en un plato metálico redondo de color blanco, lo único que podría darle un carácter más de hogar era una ventana pequeña que se ubicaba frente y sobre el lavaplatos atestado de ollas y sartenes por lavar, el resplandor de los relámpagos en el exterior golpeaban los gruesos vidrios por los que se escurrían diagonal y velozmente las gotas de la lluvia incesante.

Los largos dedos de Mercedes tomaron un plato y comenzaron a fregarlo de manera desganada, sin apuro, sin presión, casi de manera inconsciente, mecánica, afuera un relámpago muy cercano iluminó toda la cocina a través de la pequeña ventana, se sobresaltó y levantó la cabeza para ver el resplandor eléctrico y fue en ese preciso momento en que a través de los vidrios chorreantes de agua pudo ver dos rostros aterradores, obscuros, con cicatrices rojizas y mechones de pelo sobre sus frentes, que la miraban fijamente y sin ninguna apariencia humana. Su cuerpo se congeló en un instante, sus manos se alzaron a su cabeza dejando caer el plato que se rompió en muchos pedazos, su rostro adquirió la más terrible de las muecas y desde lo más hondo de su cuerpo subiendo por la garganta emitió el más salvaje y animal de los gritos, cayendo grotescamente al suelo de piedra rodeada de restos del plato roto.

Los pelos de todo el macizo cuerpo de Albarrán, se erizaron y no pudo continuar llamando por radio al pesquero siniestrado, soltó lejos el micrófono de la radio y corrió pesadamente a la cocina para ver a su mujer. Encontró el largo y delgado cuerpo sobre el piso, su rostro con una palidez de cera y en las cercanías no había nada que le indicase las razones de tan espeluznante grito. Le levantó suavemente su cabeza y pudo ver que estaba recuperando la consciencia, abría aun más sus grandes ojos obscuros y sólo balbuceaba “allí estaban, allí estaban”, indicando la pequeña ventana de la cocina que seguía iluminándose con la luz relampagueante de los rayos. Los golpes seguidos que se escucharon a continuación en la gruesa y vetusta puerta del faro, retumbaron en el acceso y no consiguieron que Albarrán pudiese darse cuenta de esa realidad, aun sostenía la cabeza de su mujer en sus brazos y trataba de forma infructuosa de hacer coincidir ese tiempo, ese espacio con unos golpes secos y furiosos que llegaban lejanos a su entendimiento. Afuera, los cuatro hombres casi irreconocibles cómo tales, se agrupaban a la enorme puerta y continuaban golpeando, ignorantes del cuadro que se desarrollaba al interior del faro de su salvación.

Los gritos roncos de auxilio volvieron al viejo farero a la realidad y con voz atragantada dirigiéndose a su mujer soltó bruscamente: “Son ellos, son ellos”, a lo que la mujer temblando de terror le pedía que no la dejara, que volverían, Albarrán la tomo en brazos, la llevó a la sala de radio y le pidió que lo esperara porque posiblemente eran unos pescadores pidiendo ayuda. Al abrir la pesada puerta y cuando el chorro de luz interior golpeó sobre los náufragos amontonados en el umbral, encontró a cuatro hombres golpeados por la naturaleza, desencajados sus rostros de cansancio y temor, empapados, sucios, con sus ropas raídas y con sus salvavidas color naranja colgándoles del cuello, era una escena de terror.

Después de avisar a la Gobernación Marítima del rescate de los pescadores de que se encontraban a salvo, darles cobijo, ropas secas y escuchar sus relatos, el ambiente tomó la pasividad y tranquilidad habitual de un faro. Los cinco hombres rudos y la mujer del farero estaban sentados a la mesa iluminados por una tenue luz de una lámpara que los cubría mientras comían las lentejas del día. Afuera llovía intensamente.

 

 EL DIABLO ESPERA EN EVANGELISTAS, a quienes gustan de las historias de faros, acá les dejo un gran relato del autor, la historia nace de la realidad de aquellos años, hablo de la década de 1970, donde lo normal era recibir a lo menos un golpe durante los reabastecimientos de los faros habitados, Evangelistas era el más difícil ya que quedaba ubicado en la parte oceánica de la boca Occidental del Estrecho de Magallanes, gracias Jorge por compartir esta historia de vida.



EL DIABLO ESPERA EN EVANGELISTAS

 

Autor: Jorge Lee Mira 

“Prométeme que no te lo vas a sacar nunca”, “Prométeme que lo vas a usar siempre”, su pedido era cariñoso, coqueto, lleno de un encanto que invadió toda la pequeña salita de la casa cerca del Cerro de la Cruz. Su respuesta fue rápida, valiente y casi temeraria, “Ni el diablo se atrevería a sacármelo!!!!”, todos rieron y festejaron la espontánea respuesta del recién casado, brindis por los novios, brindis por la felicidad, brindis por Punta Arenas, brindis por el próximo zarpe y que regreses bien y pronto, más brindis. La ceremonia había sido simple y sencilla, las dos familias, algunos amigos y la funcionaria del Registro Civil qué si no es porque se hubiese despedido, nadie se habría acordado de ella después de pedirle los anillos al novio.



Cárcamo bajó hasta la Plaza y tomó la calle Roca iluminada con sus faroles amarillentos, que alargaban su silueta cuando dejaba atrás a cada uno de ellos, el enorme reloj de la joyería que emergía de los muros a la calle cómo un mascarón de proa luminoso, mostraba que recién eran las seis de la tarde y la obscuridad ya estaba sobre la ciudad. Era una noche sin luna y caminar en estos días fríos era agradable, más aun cuando conservaba todavía el calor de la casa y de esa sonrisa cuando le ponía el anillo a su novia de años. Sonrió cuando se acordó de su promesa.

Con la bolsa de embarque al hombro, el cuello subido del chaquetón y esquivando los planchones de hielo, se dirigió al muelle para cumplir con la hora dispuesta para el zarpe. La tranquilidad del puerto, sin viento de ninguna dirección, los focos con su chorro inmóvil de luz glacial, el perro negro del guardia del puerto hecho un ovillo, donde no era posible saber donde estaba su cola o su cabeza, todo hacía presumir que el zarpe y la navegación al Faro Evangelistas sería de quietud, por lo menos al principio, porque en esos islotes de roca perdidos en el Pacífico indicando la entrada a la boca occidental de Estrecho de Magallanes, nunca se sabe el próximo estado de ánimo de los vientos.

Las bromas no se hicieron esperar para cuando llegó a bordo del Patrullero, que ya estaba con toda la carga estibada en todas partes donde hubiese un espacio, incluyendo los corderos que ocupaban un pequeño corral improvisado en toldilla. Era habitual que las ceremonias de bautizo, nacimiento o matrimonio, cómo le ocurría ahora a Cárcamo, coincidieran con navegaciones de aprovisionamiento de faros, salvatajes de emergencia o faenas de transporte de ganado a las islas. A bordo reinaba un ambiente grato y de buen ánimo, si bien era una comisión con track conocido y maniobras sabidas y ejecutadas muchas veces, las faenas en Evangelistas nunca eran iguales unas con otras, nunca se repetían, nunca se podrían contar las mismas historias, nunca se sabía que ocurriría en cortos espacios de tiempo.

La navegación en esa noche apacible fue agradable, el amanecer sorprendió al Patrullero entre las islas e islotes en dirección al Norweste, los avisos meteorológicos pronosticaban clima favorable, vientos frescos del Surweste, la aguja del barómetro estaba quieta, el higrómetro indicaba humedad normal para la zona, por lo que las condiciones estaban aparentemente de parte del Patrullero para efectuar el cambio de dotación del Faro Evangelistas, que ya cumplía poco más de cuatro meses en ese antiguo faro de cerca de cien años, marcando la entrada occidental del estrecho con su figura rojiblanca y su potente ojo luminoso, que alertaba a los navegantes de la existencia de ese puñado de rocas dispersas bañadas permanentemente por la furia del océano que fue llamado Pacífico. La tripulación completa estaba asombrada porque nunca habían visto esas condiciones en Evangelistas, las olas mansas de un azul cobalto profundo, los albatros y los petreles siguiendo la estela del Patrullero, la velocidad del viento baja, los Fareros que repitieron optimistas el informe meteorológico, las nubes que se avistaban lejanas por el Norte, pero grandes y grises. Era para llamarlo Pacífico.

El acercamiento se hizo por el canalizo siguiendo las instrucciones del derrotero y la carta náutica, se dieron las instrucciones de arriar la ballenera de ocho remos y embarcar los bultos, paquetes y cajas, la dotación de la ballenera tomó sus posiciones. Cárcamo por la experiencia y buen dominio era el patrón de la embarcación desde hace ya más de un año, así es que aprovechando la tan sorprendente quietud, los hombres tomaron los remos y en una sincronía náutica se fueron alejando en dirección a la roca para ubicarse paralelo a la red de desembarco que colgaba pegada al paredón de piedra. El primero en saltar fue el Sargento futuro Jefe del faro, quien fue recibido por sus compañeros con alegría y con bromas por haber “traído” el buen tiempo. La técnica era contar las olas, esperar la adecuada y saltar a la red de cuerdas para subir rápidamente cual gato en cuatro patas, antes de que la embarcación volviese a subir y golpeara a quien había saltado. La descarga de las provisiones se hizo mediante un pescante que era operado desde lo alto de la roca a través de un cable con un gancho que había que hacer coincidir con el movimiento de la ballenera para enganchar la próxima carga. Todo resultaba rápido, pese a las dificultades naturales del lugar.



El recambio de la nueva dotación del Faro ya se había efectuado y sólo quedaba un viaje más para terminar la faena, llevar los últimos tambores de combustible, los fardos de pasto y los corderos que asegurarían a la nueva dotación un período de carne fresca. Los animales estaban amarrados con la cuatro patas juntas para evitar sorpresas, así que con el gancho era fácil subirlos. La temperatura bajó bruscamente, los albatros ya no se veían, los petreles buscaron refugio en las islas distantes, la aguja del barómetro comenzó a caer rápidamente, la nubes lejanas aprovecharon el aumento de la velocidad del viento y ya estaban encima de la enorme roca, las olas se crisparon y se azotaban con furia en los cortes a pique desde donde colgaba la red, el cielo se obscureció. Cárcamo maniobraba con pericia y precisión, sin embargo un golpe de mar azotó la proa de la ballenera contra la roca, por el golpe los tambores cortaron las amarras y saltaron bruscamente, el golpe de la ola había arrojado a todos los hombres al fondo de la embarcación, los corderos cayeron entre las olas sin poder agarrarlos a tiempo, la desesperación por volver a tomar el control, conseguir separarse de las rocas, esquivar el gancho que sostenía dos tambores cual péndulo mortal sobre sus cabezas, era toda una terrible situación que hacía media hora atrás era imposible de predecir.

El patrón Cárcamo sintió un fuerte golpe en su mano, más el frío, el temor y la tensión superaron el dolor, logró recuperar la bayona, el remo que hace de timón, gritó instrucciones, se empujaron salvajemente con los remos de la roca y lograron salir de ese infierno de rompientes, los corderos ya no se veían. El frío se acentuaba en esos cuerpos mojados y golpeados, estaban todos, no faltaba nadie, aferrados a los remos y Cárcamo al timón, todos daban todo de sí para lograr acercarse al patrullero que se mantenía con las máquinas en marcha, pero sin poder acercarse al roquerío por las condiciones de mar. En esa furia desatada, el contramaestre y el resto de la dotación lograron desembarcar a los hombres de la ballenera e izarla a bordo del Patrullero.

La furia del viento casi igualaba a la de Cárcamo quien, en un estado de pérdida de razón y sensatez, viendo su guante ensangrentado se lo retiró de la mano con fuerza y rabia arrojándolo al mar en un acto de incomprensible ira.

Sólo cuando sintió una fuerte punzada en su mano izquierda y la levantó para buscar la razón de tal dolor, pudo darse cuenta que sólo tenía cuatro dedos. Ya no habría promesa que cumplir. El diablo debe haber sonreído.

Los fareros viejos dicen que: “Algunas noches en Evangelistas se escuchan las cadenas que el diablo mueve en las profundidades donde lo encadenaron”.